domingo, 2 de noviembre de 2008

Fernando Birri, autorretrato de un argentino que ama las imàgenes



El texto que a continuación se reproduce fue publicado originalmente en las páginas de El Hogar, en su edición del 30 de abril de 1954, es decir, dos años antes del retorno de Fernando Birri a la Argentina. Tras 54 años de su aparición, hoy se vertebra como un documento central en la obra del realizador a la hora de reflexionar en torno a su proyecto creador y su programa de acción (que –como permite verificar el escrito– ya comienza a delinearse durante su estadía en Europa). Este autorretrato jamás ha sido contemplado en ninguno de los trabajos hasta ahora realizados sobre el realizador.
En este cálido y sentido homenaje que DOCA realiza para con nuestro querido Fernando, es un honor y un orgullo colaborar en el mismo con la recuperación y difusión del presente material.
Raúl Horacio Campodónico

AUTORRETRATO DE UN ARGENTINO QUE AMA LAS IMÁGENES
por Fernando Birri

FRUSTRADO REPORTAJE A FERNANDO BIRRI
Esta es la introducción de un reportaje que quiso ser y no fue. Vi a Fernando Birri con la intención de hacerle algunas preguntas, pero apenas esbozada la intención que me llevaba hasta él, soltó su larga respuesta en tal forma, que no me dio la posibilidad de interrumpirle. Pero encuentro de todos modos que adivinó a maravilla las preguntas que yo tenía preparadas y se me antoja inútil componer un reportaje donde se ha producido una espontánea confidencia. Todo lo que puedo agregar es que Fernando Birri es uno de esos muchachos argentinos que, impulsado por una auténtica vocación, sigue la trayectoria propuesta sin temor a dificultades y sacrificios. Y que la personalidad que en él se perfila le ha rodeado aquí en Roma de estima y de confianza, siendo fácil augurarle una brillante carrera artística a través de sus actividades en el Centro Experimental de Cinematografía y de las películas documentales por él dirigidas.
Malena Sandor



Todavía queda una profesión púdica en el mundo. Esa profesión es la poesía. Si uno remienda zapatos y alguno le pregunta qué hace, uno responde “soy zapatero”, si otro receta un par de anteojos y alguno le pregunta qué hace, dice “soy oculista”. Zapatero, marinero, oculista, escribano, guardián del zoológico, son todas profesiones, como todas las otras, menos una, que se pueden confesar impunemente. Esto da una gran alegría, una gran seguridad, una sensación matemática y fiel de sentirse útil. Solamente la poesía se esconde, se esquiva, con una recóndita noción de culpa, de tiempo perdido, de inutilidad. Día vendrá en que se podrá contestar “soy poeta” con la misma pureza con que se responde “soy panadero”. Mientras tanto hago cine. He llegado aquí a Roma por el movimiento llamado “neorrealismo” italiano, hace casi cuatro años. Por aquel entonces, caminaba apuradamente por Buenos Aires, me paraba en las esquinas a saludar a otros amigos, que, como yo, sentían que alguna rueda no funcionaba en el gran reloj de los planetas: un minúsculo resorte llamado ternura había saltado. Refugiado en un cine, vi Il bandito, después Roma, città aperta, y Quattro passi tra le nuvole, y Sotto il sole di Roma. Aquella ternura que aquellos films traían documentando amorosamente lo cotidiano, fotografiando a los hombres y a los días de los hombres, no era la panacea universal, pero se le parecía bastante en un mundo donde la inteligencia aniquila a los hombres y es aplaudida porque la bomba atómica de Montebello dejaba ilesas a las tortugas; y me bastó para treparme en el vapor que salía esa noche para Italia.
Aquí trabajo en la búsqueda común, como un nuevo alumno en una escuela de frescos renacentistas, con el propósito de interpretar y mejorar la sociedad que me rodea. Hemos salido con nuestras cámaras cinematográficas a la calle, a reflejar al hombre de la calle, con sus problemas por el pan y por el vino de cada día, por la bicicleta que lo lleva al trabajo, con sus años difíciles de la segunda posguerra, con su voluntad de volver a creer, con su juventud fáustica de techar y construir. Empujado por una íntima convicción ética, satisfacía así de paso una profunda necesidad estética: desde la mañana que encontré por la calle un pedazo de vidrio de botella heladamente azul y mirándolo fijamente lamenté en mí mismo la impotencia de la palabra para evidenciar esta fuerza material de la imagen, creo que el último poema había muerto en mí, y el primer film, hecho con un solo fotograma, había nacido.
Antes de escribir mi primer libro de poemas Horizonte de la mano, en 1945, ya había vagado por pueblos y costas del litoral santafecino con un tinglado ambulante de títeres: el “Retablillo de Maese Pedro”. Esta especie de nueva carreta de Tespis, un poco más remendada y movida a nafta, estaba integrada por estudiantes universitarios que, ayudados por pintores, músicos y poetas del lugar, llegaban, con su ingenua alegoría del vigilante apaleado por el diablo, a los niños y a los viejos, a los gordos y a los flacos, a los alegres y a los tristes. Más adelante, después de siete años de titeretadas y afirmándome cada día más en la creencia de que había que llevar el teatro al pueblo y el pueblo al teatro, cree el Teatro de la Universidad Nacional del Litoral, que debutó en una Sociedad Recreativo–Futbolística de Santa Fe. Preparaba la puesta en escena del Juan Moreira, en una versión que rescataba el antiguo mimodrama circense de los Podestá, cuando una beca del gobierno de Chile, para estudios teatrales, me llevó a Santiago. Las suelas de mis zapatos le tomaron el gusto a vagabundear entonces y cambié —sin ningún arrepentimiento hasta ahora— mi carrera de abogado por la de marinero, a bordo del “Anna Zürcher” donde estuve embarcado como mozo de cuerda en la navegación de cabotaje del Paraná en el 1947. En esa época y habiéndome ya hecho amigo del río, me fui caminando hasta Asunción del Paraguay. Dos libros inéditos —mezcla de diario y novela: Cuaderno de Bitácora y Memoria del Andarín— y un profundo amor filial por la tierra americana es todo lo que me queda de ese entonces.
Después Buenos Aires, una fugaz participación como actor en la pieza de Lorca Así que pasea cinco años, la inclusión de nuevos poemas míos en la Antología de Diez Poemas Jóvenes Argentinos, con prólogo de Guillermo de Torre, 1948. Todavía un nuevo libro de poemas sin publicar, Huevo del demonio (siempre en el 1948), y entonces la sustitución definitiva de la escritura por el viaje: a París como un curioso desilusionado; a Suiza como un desordenado ordenado; a Yugoslavia como albañil; a Alemania como conferenciante y ejemplar de “homus pampeanus”. Mi residencia estable está en Roma, mis ventanas dan al Tiber, que es un río angosto y sin sangre, deslizándose entre los sólidos edificios romanos, todos de color de vieja sangre coagulada.
Durante dos años he sido becado al Centro Sperimentale di Cinematografia di Roma, junto con el de Moscú, las dos grandes universidades de cinematografía del mundo; habiéndolo terminado, he comenzado con mis palotes cinematográficos: cuatro documentales filmados en Sicilia. El primero se llama Selinunte (1951) y cuenta la historia de esta ciudad de la Magna Grecia donde se alzaban los templos más monumentales de la antigüedad, convertidos en desierto por las guerras clásicas y el tiempo; el segundo se llama Alfabetto Notturno (1952) y documenta la épica mínima de campesinos y pastores sicilianos que después de trabajar durante quince horas diarias en una naturaleza hostil encuentran todavía fuerzas para ir a la escuela nocturna y aprender a los cuarenta y cinco años las primeras vocales. Son dos experiencias diversas, en la primera he tenido la colaboración musical del maestro Roman Vlad, que ha compuesto los temas para films de Emmer y René Clair; en la segunda —una historia simple y pura contada cinematográficamente con una gran modestia de medios—, me acerco más al problema de la comprensión humana, que creo debe estar implícita en la base de toda expresión artística contemporánea, y entre las cuales el cine lleva la ventaja por su enorme poder de difusión. Selinunte ha participado en los festivales de Mannheim (Alemania), Edimburgo (Escocia) y en el 2º Festival de Film de Arte de Nueva York. Acabo de terminar ahora el tercero y el cuarto, que recogiendo en colores las más variadas pinturas sacras y profanas, respectivamente, salidas de las fantasiosas manos de los pintores anónimos que florecen entre el pueblo siciliano, será presentado como un largometraje único titulado Immagini popolari siciliane. Sea en su primera parte —“Immagine popolari sacre”— o en su segunda —“Immagine popolari profane”—, he tratado de no hacer una fría colección de museo, sino de mostrar estas ingenuas y coloridas expresiones plásticas sobre las paredes del ambiente luminoso y vocinglero que ha inspirado al autor local: archipobladas callejas, mercados, carritos típicos, teatrillos de títeres, santuarios en los puertos, y fondas de campaña.
Superando cualquier posición teórica, me interesa filmar cosas que sean documentos verdaderos de una época, de una sociedad. Creo que es la gran oportunidad que nos da el cinematógrafo, y podernos ver a nosotros mismos en esta forma es una de las pocas grandes innovaciones que tiene el hombre desde que se reflejaba e inmortalizaba en los jeroglíficos egipcios. Función documental y crítica, pues, función presente y futura. Por todo esto es que quiero volver, terminado este período, para filmar nuestros árboles y nuestros ríos y nuestros hombres: para mostrárselos a otros hombres de otras partes (de otras partes en el espacio y en el tiempo). Es tarea ambiciosa pero que presume como actitud inicial una gran humildad y una total desnudez, porque tenemos que empezar por mostrárnoslos a nosotros mismos y aceptarlos como son, como somos. Para mejorar después del intervalo. He nacido en Santa Fe en 1925 y soy plenamente responsable de mis palabras y mis actos.

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