viernes, 23 de marzo de 2012

Los colimbas (no) se divierten: el debate sobre apagar el fuego con nafta


"Los colimbas se divierten", caracterizados por Porcel y Olmedo.


Se pide que vuelva el servicio militar. Sin embargo, en cierta memoria selectiva se privilegia la experiencia individual que representó la "colimba" a la colectiva. ¿Sirvió? Es probable. Pero también dejó un rastro de abusos y muerte.
por Gabriel Conte

En Twitter: @GabrielConteMDZ

Es un planteo común reclamar por el retorno al servicio militar como presunto corrector de los males juveniles. Mucha gente vivió una experiencia de igualación social con la "colimba": un análisis masivo de salud a los 21 o 18 años, según la época; desayuno, cama, entrenamiento físico, entre otras cuestiones que se rescatan como positivas.
Pero se trata de un reclamo automático: como si el solo hecho de volver al pasado solucionara los problemas del presente.
No es un argumento excluyente de la derecha, esto de mirar la foto en sepia y lanzar lágrimas de melancolía. De hecho, la supuesta progresía lucha por estancar los recuerdos en la felicidad de la juventud de los años 70, ignorando el abismo que hay entre aquel pasado y este presente.
De hecho, se han planteado alternativas de igualación social: con la Asignación por Hijo, si se hiciera "universal" (ya que no lo es) se avanzaría un paso en la historia, ya que se bajaría la edad de sometimiento a un trato igualitario y controlado por parte del Estado. Antes, en ese presunto pasado glorioso de uniforme y subordinación extrema, el Estado miraba a los ojos a sus ciudadanos en plena pubertad, mientras que hoy se encamina a hacerlo en la niñez y no sólo a los hombres, sino a niños y niñas.
También se ha hablado, sin éxito en los hechos, de la instauración de un "servicio social", divagando en los debates entre lo voluntario y lo obligatorio de su carácter. Por supuesto que, desde los sectores más acomodados se espera que la obligatoriedad alcance tan sólo a los desacomodados y no a sus hijos. Como ejemplo, prima una visión botánica del ser humano: "Hay que ponerle un palito para que crezcan derechos", "hay que plantarlos en tierra firme y trasplantarlos a tiempo"... entre otras frases que olvidan que, de lo que hablamos, es de seres humanos.

Marcelo Goyeneche es un documentalista que tiene como mérito extra al producto que logró ("SMO, el batallón olvidado"): haber conseguido el testimonio ignorado hasta entonces de colimbas que sufrieron la tortura durante el cumplimiento de su deber legal.
Es él quién analiza, despojado del debate político y con los argumentos que le dan el haber investigado a fondo el tema para lograr su documental, cuestiones que también hay que poner en la misma balanza a la hora de gritar, desencajados, que el servicio militar obligatorio es "la única salida" a nuestros males:


- Cuando el servicio militar se instituyó, en 1901, se lo presentó como “un instrumento de moralización pública”. Pero a lo largo del siglo XX quedó demostrado que ese ejército, que pretendía encauzar y formar ciudadanía terminó, siendo una amenaza real para las instituciones del país y los trabajadores. En la década del ’10, se conoció una práctica denominada como el submarino, que consistía en atar de pies y manos a los conscriptos, obligarlos a sumergirse en el río y bucear por debajo de un barco. Fue una práctica que provocó la muerte de 30 soldados en Corrientes.


- Es más, durante la pasada dictadura se produjo la desaparición de más de 200 soldados de los cuarteles. Eso sin mencionar los bailes y metodologías siniestras, como aplaudir cardos o tormentos que provocaban principios de deshidratación. Los ex soldados con los que hablé me contaron que a veces, como castigo, algunos eran atados en el interior de las carpas debajo del sol, con un tarro de agua en el pecho porque con el calor, la persona siente la sensación de que se ahoga dentro de un horno.


-Las secuelas de esos abusos siguen durante muchos años. Hay casos de alcoholismo, problemas psicológicos y físicos que todavía hoy afectan a quienes tuvieron que hacer la conscripción en el monte tucumano. Entre 1975 y 1983, los años más álgidos de la represión estatal en Argentina, más de 400.000 jóvenes pasaron por los cuarteles, contando además los que debieron ser movilizados al Atlántico Sur como consecuencia del conflicto con Gran Bretaña. Eso solo nos da la pauta de que, entre nosotros, tenemos toda una generación que padeció abusos sistemáticos en las unidades militares.

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El Caso Carrasco fue emblemático y marcó una bisagra histórica. Su asesinato en un cuartel de Neuquén ocurrió tres días después de su conscripción. A sus padres le dijeron (en pleno 1994) que estaba "desaparecido", un término fuerte, muy vinculado a prácticas aprendidas (y posiblemente, por entonces todavía no desaprendida) por parte de los militares argentinos.


Su asesinato originó la extinción del servicio militar obligatorio. Pero hubo más que una trágica muerte: quedó en evidencia cómo todavía funcionaba en la oscura sombra de un sistema sin ingerencia ni control civil, una cadena de complicidades que pretendía reproducir prácticas criminales como las que sirven hoy para fundamentar el llamado a la reinstauración de aquel recurso. Y peor: porque las muertes y las complicidades se producían bajo el paraguas del Estado.

A muchos de los abusos físicos que llegaron a conocerse trasponiendo la gigantesca muralla de silencio de una fuerza hermética y vertical, se le deben sumar los mentales. Tanto así que hay ex reclutas que reproducen como propio el discurso de los militares que comandaron, por ejemplo, el genocidio en el monte tucumano: un lavaje de cerebro que no les permitió siquiera reflexionar sobre la legalidad del acto que estaban ejecutando y ni siquiera hablemos de la dimensión humanitaria de matar a un compatriota, a un ser humano porque obediencia al mandato de su jefe de conscripción.

Así lo documenta Goyeneche en el filme mencionado. Pero también puede que haya sido el germen de tanta defensa melancólica actual de un pasado que cierne su sombra, insistentemente, sobre un presente que requiere de inteligencia y libertad de pensamiento para buscar salidas modernas, integradoras, efectivas a las muchas crisis que, además, no solamente afectan a los adolescentes, sino a los adultos que los criaron y las generaciones que van llegando.

Es una opinión entre miles, pero las preguntas que pueden servir para la reflexión son:

•- ¿Es más importante ponerles un arma al hombro y encerrarlos en un cuartel a que vayan todos a la escuela, que todos tengan servicios de salud física y mental y que coman bien todos los días?


•- ¿Los problemas de conducta y la inseguridad son producto de que no hay servicio militar y nada más?


•- ¿Los adultos no tenemos nada que ver con la formación de nuestros hijos?


•- ¿Los adultos queremos que a nuestros hijos los eduque otro? ¿O lo que queremos es que hablen del hijo del otro y no del nuestro?


•- ¿No hay nadie, político, no político o antipolítico con una idea acorde a nuestros días, ya que lo único que se nos ocurre plantear como solución es un retorno al pasado?


No todo tiempo pasado fue mejor. De hecho, podría afirmarlo categóricamente: todo tiempo pasado fue peor.


E inclusive más: todo tiempo por venir necesariamente tiene que ser mejor que éste.

Pero si los parámetros del debate nos hunden en el pozo de los tiempos, este último deseo será de imposible cumplimiento.

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